Cultura

Entretextos: Un mensaje normal

Una historia inquietante que tiene lugar durante los oscuros tiempos de la última pandemia.

Por Laura Maldonado

Me desperté con el tiempo justo. Fui directo a ducharme, necesitaba despabilarme. Cuando salí encontré la ropa doblada encima de la silla y debajo de ella estaban las botas. Alejandro se había esmerado esa mañana, a pesar de su daltonismo, la ropa combinaba. Fui a la cocina para tomar agua. En la puerta de la heladera había un cartel pegado: “¡No te vayas sin desayunar! Te dejé agua caliente en el termo”. A veces me molestaba que me conociera tanto, él sabía que no iba a desayunar. Miré hacia la mesa. Ahí estaba el mate ya listo con la yerba y otro cartelito “Usá edulcorante, no azúcar”. ¡Puta madre, tenía razón! Todavía no me acostumbraba a usar edulcorante.

Tomé seis mates y agarré las cosas porque se me hacía tarde. Un último cartel pegado en la puerta de entrada: “Que tengas un buen día, no te olvides de pasar por la farmacia. La receta la tenés en la billetera”. Me puse una alarma en el celular, sabía que no me iba acordar. Bajé rápido a la cochera, tenía el tiempo justo para llegar al trabajo y no perder el presentismo. Vi un papel en el asiento del acompañante. No quería mirarlo, pero la curiosidad pudo más. “Te amo, el lunes tenés turno en la VTV”. No pude evitar la sonrisa.

El día pasó igual que todos los otros. Una exasperante cadena de momentos iguales a los sucedidos el día anterior, y el anterior del anterior, y el anterior al otro. Era todo tan monótono. Hacía cinco años que trabajaba en esa empresa, dos más de los que solía quedarme. Siempre me pasaba lo mismo, una vez que sabía hacer todo el trabajo y no había nada más que aprender, me daban ganas de renunciar e irme a otro lado. Pero en estos momentos no lo podía hacer. Demasiadas obligaciones contraídas y en una ciudad con alto nivel de desempleo, no era para joder.

Sonó la alarma, tenía que ir a la farmacia. La receta estaba en la billetera. Así me había escrito Ale. Cuando saqué la tarjeta de débito para pagar tenía pegado un post-it. “Cuando llegues a casa medite la glucosa”. Odiaba el ritual de controlar mi azúcar en sangre. Y él lo sabía. Pagué y me fui a casa.

Con una resignación infinita tomé la lanceta y me piché el índice izquierdo. Miré un segundo la sangre. Rojo brillante. Odiaba la sangre, pero no podía evitar mirarla. El nivel estaba bien, otro día en el paraíso del diabético recién diagnosticado. En algún momento iba a acostumbrarme a esa rutina también.

Miré hacia la ventana, había algo en la cortina. “Abrí la ventana, dejá que pase la luz del sol”, otro post-it. Tenía razón, el día estaba acabando y ver el atardecer desde el balcón era una de las cosas que más me gustaban desde que me había mudado a ese departamento. Me hice un café y saqué una silla al balcón. Mientras miraba la marea de rojos y anaranjados que me llenaba la vista de admiración, recordé cómo conocí a Ale. Increíble que hubiera sido por perder una apuesta. Mi prenda por perderla fue abrir un perfil en Tinder y permanecer veinticuatro horas en la aplicación. Había creado una dirección de mail y una cuenta de Facebook con otros datos a los míos y con eso pude ingresar a ese mundo vertiginoso donde principalmente el dedo índice se desliza de izquierda a derecha. O más bien: izquierda, izquierda, izquierda, izquierdaaaaaa, derecha. Y una vez que decidí ir hacia la derecha comencé a recibir muchos, pero muchos mensajes de tipos por demás extraños y con cero tacto. Hasta que un mensaje llegó a las seis de la tarde. “Hola, ¡qué calor, no veo la hora de llegar a casa! ¿Vos como estás?”. El único mensaje normal recibido en dieciocho horas. Del chat de Tinder nos mudamos al Whatsapp y así había empezado nuestra historia. Cuando nos preguntaban cómo nos conocimos, la respuesta era “por una apuesta perdida y un mensaje normal”.

Suspiré y fui a la cocina. Tenía que preparar la comida. No tenía ganas de cocinar. En realidad, nunca tenía ganas de cocinar. Un mensaje pegado en la ventana decía “Tenés lasagna. Comé. Hay un Rutini que te está esperando. Te amo”. Yo también lo amaba. Prendí el horno, puse la mesa y me senté en el sofá con la computadora en la falda. Leí las noticias. Trescientas cincuenta personas infectadas, treinta y cinco muertos ese día. Casi tres meses de cuarentena y la curva no había logrado bajar. Pero tampoco había subido. El polideportivo se había convertido en una suerte de morgue. Los muertos no eran despedidos por sus familiares. No había velatorios, ni último beso, ni último adiós. Trataba de no ver las noticias. Sólo revisaba el diario una vez al día, como para saber lo que pasaba en el país. Miré los mails. Ale me había escrito. “Amor, no voy a llegar a tiempo. No me esperes. Tratá de irte a dormir temprano, necesitas descansar. Te amo”. Otro día más sin verlo. La cuarentena se estaba haciendo demasiado pesada. Necesitaba verlo, que me abrazara. Lo extrañaba tanto. Lo llamé por Skype. La conexión era mala. No se podía hacer videollamadas en ese momento. Todo el mundo estaba conectado a Internet. Cené y me fui a acostar. Puse el despertador más temprano así podía ver a Ale.

Sonó la alarma y me estiré para abrazarlo. Su espacio estaba vacío y frío. Sobre la almohada había un papel. Prendí la luz y abriendo un solo ojo leí: “Dormías tan tranquila que no quise molestarte. Te dejé las tostadas en un Tupper y la cafetera preparada. Sólo tenés que prenderla antes de irte a bañar, para cuando salgas de la ducha el café va estar listo. Que tengas un buen día, por favor, cuidate”. Odié a la cuarentena más que nunca. Los dos teníamos que trabajar, pero los horarios de él se habían convertido en una pesadilla. Llamé a su oficina. Nadie contestó. Ya debería estar en la guardia. Con resignación me levanté. Otro día de enfrentar con estoicismo la rutina.

Bajé a la cochera. Miré el auto de Ale. Se había roto dos días después de la restricción a circular y no había podido llevarlo al taller. Él no quería llevarse mi auto, decía que yo lo necesitaba más que él. Abrí la puerta del viejo Renault y me senté. Apoyé la cabeza unos segundos en el volante y recordé que no me había puesto el alcohol después de subirme. Y me había tocado la cara. No, no y no, me negaba a ser paranoica. Iba a estar bien. Tomé la pequeña botella con alcohol y me limpié las manos, el volante y todo lo que había tocado. En el asiento del acompañante había una nota de Ale. “Hoy vence la póliza del seguro. Fijate que te mandé la nueva al mail, imprimila así la dejás en el auto”. No podía creer que se acordara de todo. Yo hacía dos meses que me sentía sumergida en una especie de niebla espesa, me costaba recordar las cosas, ya casi no hablaba con mis amigos. Lo único de lo que ellos querían hablar era del virus y de cómo había afectado las vidas de todos. Hacía dos meses que me había hartado de escuchar siempre lo mismo. Sólo hablaba con Natalia. Ella no me preguntaba cómo manejaba la cuarentena ni mis desencuentros con Ale. Ella me llamaba todos los días cerca de las diez de la mañana preguntando cómo había dormido, si había comido, si me había tomado la glucosa. Al finalizar el día era yo la que llamaba para ver cómo había sobrevivido otro día de cuarentena encerrada con sus tres hijos pequeños. La respuesta era siempre la misma “Nosotras somos sobrevivientes, esto también lo vamos a superar”.

Llegué a casa y después de sacarme la ropa en la puerta y ponerla en una bolsa, dejar los zapatos afuera sobre un trapo empapado en lavandina, fui corriendo hasta el baño para darme una ducha. Ale había vuelto en algún momento del día porque encontré la cocina limpia y el equipo de mate en el medio de la mesa. “Amor, voy a tratar de llegar más temprano que ayer, pero no me esperes para cenar. Hay empanadas en la heladera. Te amo”. Otro cartel. Otro maldito cartel. Sabía que él era necesario en el hospital, pero yo también lo necesitaba. Quería gritar, putear, romper cosas. Pero eso no servía de nada. Puse la pava y mientras se calentaba leí el diario de la ciudad. La municipalidad había comenzado a notificar a los familiares de los muertos por la pandemia que sus restos ya habían sido cremados y llevados al osario. Una vez levantada la cuarentena podían pasar a buscar las cenizas por el cementerio Colinas de Paz. Era horrible, no sólo no habían podido despedirse de sus familiares sino que ahora iban a recibir una fría notificación de parte del gobierno. Ese día los infectados en la ciudad habían llegado a quinientos, mientras que los muertos a setenta. La curva, esa maldita curva que no dignaba a achatarse. Más contagios, más muertos. Y yo seguía sin poder ver a Ale.

Cené y cuando me fui a dormir vi que las puertas del placard estaban llenas de esos benditos papelitos amarillos. No sabía de dónde sacaba tantos. Me acerqué a leerlos. Todos decían “te amo”. Sólo pude reír. Yo enojada y él en plan romántico. El celular sonó. Gmail me avisaba que tenía dos mails sin leer. Me senté en el borde la cama, tenía la boca seca y la sed era inmensa. Me sentía un poco rara, no podía enfocar bien las letras. El primer mail era de Alejandro. “Hola, ¿te mediste la glucosa? ¿Te sentís bien? Tranquila, no te desesperes, llamá al 911 y deciles que necesitas una ambulancia, que es posible que estés con el azúcar demasiado alto, deciles que estás sola y que cuando lleguen llamen al portero para que les abra la puerta. Sí, el encargado tiene las llaves. Se las diste hace dos meses. Por favor, amor, llamá al 911 ahora”. Miraba el teléfono sin entender lo que Ale decía. Sí, estaba un poco mareada, pero no era para llamar al 911. Ale siempre exageraba. Abrí el otro mail. Era de la municipalidad. Le notificaban a la esposa de Alejandro Gómez que, una vez terminada la cuarentena, podía pasar a buscar sus restos por el osario del cementerio Colinas de Paz. El número asignado al expediente era el 3550/20. Tenía que haber una equivocación. La esposa de Alejandro Gómez era yo. Y Ale me había mandado un mail hacía cinco minutos. El teléfono sonó entre mis manos, número privado.

-¿Hola?

-Llamá… al… 911… ahora.

La voz de Alejandro sonaba rara, como si estuviera en un túnel, le costaba hablar, se lo escuchaba agitado, como si le faltara el aire. Era la primera vez que escuchaba su voz en dos meses.

Biografía

Laura Maldonado nació el 7 de diciembre de 1977 en San Isidro, Buenos Aires. Desde hace diez años reside en Mar del Plata. Comenzó a escribir a los doce años, cuando la literatura se convirtió en su forma más genuina de expresión. Entre 2019 y 2023 participó en diversos talleres de narrativa, experiencia que consolidó su voz y reforzó su compromiso con la escritura.

En la actualidad cursa las diplomaturas de Corrección y Redacción de Textos, avaladas por la Cámara Argentina para la Formación Profesional y la Capacitación Laboral. También está certificada como Facilitadora de Escritura Terapéutica, ámbito en el que la palabra se transforma en una herramienta de autoconocimiento y sanación.

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